Cuento: «El secreto de Abelín»

Autora: Consuelo Conde Martel

Ilustración: Paula Plaza Moreno

El verano había llegado y en uno de mis paseos di con una pequeña finca, los frutales con rebosantes racimos eran todo una provocación, incitando a cualquiera que pasara por el camino a alargar la mano en propiedad ajena. Una mezcla de aromas perfumaba e inundaba cada bocanada de aquel aire cálido y apacible. Los canarios del monte criaban a sus escandalosos polluelos. Las alfombras amarillas de trebolinas, morgallanas, codesos y retamas se dibujaban ladera arriba. Me llamó la atención la enorme cantidad de enjambres de abejas colgando de todas partes que con alegre zumbido alegraban el ambiente. Pero quien cuidaría de todo esto tan bien organizado y de forma tan armoniosa, me preguntaba. Además la casa de un extraño color negro parece abandonada hace mucho tiempo. La curiosidad se apoderó de mí, así que saltando un pequeño muro de piedra me introduje en la propiedad, no sin antes tocar tres veces en la desvencijada puerta. Desde el fondo del salón, la parte más luminosa sentada en su mecedora, me sonríe una adorable anciana. Buenos días me dijo, y así empezó a contar la historia de este extraño lugar.

Como pude apreciar en sus fotos Abelín, que así se llamaba, había sido una niña preciosa y sonriente, de larga cabellera rubia, siempre retratada en compañía sus abejas. Hoy sólo una chispa de alegría perdura en la mirada de aquellos maravillosos ojos verdes. Me contó que había pasado toda su vida aquí con su familia; que su padre apicultor le enseño el oficio pero ella además había aprendido el lenguaje secreto de las abejas, lo cual nadie se lo podía creer. Un día desde el bosque cercano se aproximaba un voraz incendio, las abejas le avisaron de que no salieran de la casa. Sus padres no la creyeron, la familia huyó, en la confusión del momento ella pudo escapar y esconderse. Se había corrido el aviso para salvar a Abelín entre las abejas de todos los montes, valles y bosques. Aunque no me extrañaría que entre las avispas también. Tiempo después me enteré que en el pueblo cercano durante tres días el cielo se tornó negro, que desapareció la luz por completo y un zumbido ensordecedor parecido al rugido del huracán no dejaba de resonar, lo cual trastornó a más de uno. Las abejas en torbellinos volaron en siete círculos alrededor de la casa para desviar el viento, otras se posaron y la cubrieron formando varias capas, unas encima de otras, hasta que el fuego fue desviado por la acción del viento generado.

Abelín, esperó y esperó… pero nunca nadie más regresó. Sigue allí desde entonces en su finca, pero me confesó en secreto y en muy baja voz que ella no hace nada, que todo es obra de las abejas que le siguen hablando.

FIN

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