Cuento: «Los zapatos rojos»de Hans Christian Andersen, ilustrado por Paula Plaza Moreno

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Había una vez, una niña hermosa y muy pobre, tanto, que no tenía zapatos. La viuda del zapatero se conmovió de su situación y le confeccionó unas zapatillas rojas con dos viejas tiras de paño colorado.

Karen, que así se llamaba, recibió las zapatillas el día que enterraron a su madre. Y aunque no eran adecuadas para el luto, se las puso, pues no tenía otra cosa.

Cuando estaban en el cementerio, una anciana adinerada vio a la niña y se apiadó de ella. Pidió al cura que le permitiera criarla.

Karen creía que todo se lo debía a las zapatillas rojas, pero a la dama le parecían horribles y los tiró. La niña aprendió a leer, coser y recibió nuevos vestidos.

Un día pasó por el pueblo la reina, acompañada por su hija. La joven princesita salió al balcón de palacio para saludar al pueblo. Se veía hermosa con su vestido blanco y sus zapatos rojos, y Karen estaba admirada de aquellos zapatos.

Cuando vino la edad de la confirmación de Karen, la anciana mandó hacer un nuevo vestido y quería comprarle zapatos nuevos. Fueron al mejor zapatero de la ciudad, en sus vitrinas, tenía zapatos y botas, todos preciosos, pero la anciana tenía poca vista y no los apreciaba. Entre los zapatos que se exhibían, había un par de color rojos, exactamente iguales a los de la princesa. Eran de charol, muy brillantes. Como le quedaban bien, la anciana se los compró, pero de haber sabido que eran rojos, jamás habría consentido en permitir a la niña asistir a la confirmación con zapatos de semejante color.

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Pero como la mujer nada sabía, Karen fue a su confirmación con los zapatos rojos. Todo el mundo le miraba los pies, y la niña sólo pensaba en su calzado todo el tiempo, sin atender al bautismo, ni al cura. Cuando la señora se enteró de que los zapatos de la niña eran rojos, se molestó mucho. Ordenó que desde entonces, la niña llevaría zapatos negros a la iglesia, pues los zapatos rojos eran contrarios a la modestia.

Al siguiente domingo, la niña desobedeció a la anciana y llevó sus zapatos rojos. Cuando llegaban a la iglesia, se cruzaron con un viejo soldado con muletas y una larga barba roja, que le dijo:

– ¡Qué preciosos zapatos de baile! Ajústatelos bien cuando bailes.

Entraron en la iglesia y todos los presentes miraban los pies de la niña, y ella estaba absorta en sus pensamientos, concentrada en su calzado rojo, tanto que olvidó cantar el salmo.

Cuando salieron, mientras abordaban el carruaje, el viejo soldado exclamó:

– ¡Qué preciosos zapatos de baile!

Y la niña no pudo resistir la tentación de bailar y cuando empezó, no pudo parar, como si los zapatos hubiesen tomado el control sobre sus piernas. El cochero debió subirla en brazos al coche, pero los pies seguían bailando. Finalmente, pudo quitarse los zapatos.

Al llegar, la anciana mandó guardar las zapatillas, pero la niña no podía evitar contemplarlas de cuando en cuando.

Cierto día, la señora cayó gravemente enferma y la pequeña debió cuidarla y así lo hizo. Pero cuando se enteró que habría un gran baile en la ciudad, sintió grandes deseos de ir. Como la anciana estaba desahuciada, Karen pensó que no empeoraría la situación si concurría con sus zapatos rojos.

Se puso los zapatos y llegó al baile y comenzó a bailar, pero los zapatos hacían su voluntad. La llevaron hasta la calle y bailó sin parar hasta salir de la ciudad, alcanzó un bosque donde vio brillar una luz y se acercó bailando. Era el viejo soldado de barba roja, que nuevamente exclamó:

-¡Qué hermosos zapatos de baile!

La joven sintió miedo y trató de quitarse los zapatos, pero no pudo más que arrancarse las medias. Siguió bailando por campos y valles, al sol y bajo la lluvia, de noche y de día. Llegó hasta el cementerio, pero no pudo reposar, siguió hasta la iglesia donde había un ángel en la puerta, con una espada en la mano, que le decía:

– ¡Bailarás en tus zapatos hasta que estés muerta! De puerta en puerta, para que los niños vanidosos te vean y sientan miedo.

– ¡Piedad!- suplicaba la pequeña, mientras los zapatos la arrastraban por los caminos.

Una mañana pasó por su casa, al tiempo que sacaban el féretro de la anciana señora. Pero siguió bailando a pesar de su tristeza. Los pies le sangraban, pero no podía parar. Llegó hasta la casa del verdugo y golpeó a su ventana y el verdugo respondió:

– ¿Acaso no sabes quién soy?

– ¡Córtame los pies, por favor! Para que pueda expiar mis pecados.

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El verdugo cortó los pies con los zapatos rojos, pero estos siguieron bailando y se fueron lejos. El hombre le hizo unas muletas y unos zuecos, también le enseñó el salmo de los penitentes. Karen besó la mano que empuñaba el hacha y se marchó rumbo a la iglesia para que todos la vieran.

Estaba llegando a la puerta y vio que los zapatos estaban bailando frente a ella. Muerta de miedo, regresó corriendo.

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Al domingo siguiente, volvió a salir para la iglesia, pero los zapatos aguardaban en el cementerio. Nuevamente huyó y fue a casa del predicador, donde suplicó para ser su criada. La familia se apiadó de ella y la tomaron en su hogar. Karen fue diligente como había prometido.

Cuando llegó el domingo, la invitaron a la iglesia, pero ella se quedó en su cuartito leyendo los salmos y llorando. Pidió ayuda a Dios con todas sus fuerzas. Entonces apareció el ángel del cementerio, que llevaba una rama de rosas en la mano y convirtió las paredes para que se uniera con la iglesia. Allí estaban todos, la familia del pastor la saludó. Y luego cantaron los niños y la muchacha se sintió tan feliz que su corazón estalló de alegría. Y su alma subió a los cielos.

FIN

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